Zoom al vacío
Una obsesión por capturar lo que no llegamos a contemplar: la reducción de nuestra propia experiencia vital por querer ampliar la foto

Sara Fañanás Casaús | OPINIÓN
40.000 son los ojos que a diario dirigen su mirada a la mujer más misteriosa del mundo. Una sala; enana, abarrotada. Y un revuelo, no de personas; sino de paparazzi. Porque sí, la pintura más famosa del mundo está siendo constantemente vislumbrada, pero ¿Se resalta así una apreciación real del arte?, ¿o más bien se trata de un caso extremo de masificación que lucha por el like? No sabía que para entrar al Louvre era necesario tener una cámara en vez de cerebro.
El objetivo parece claro: hacer la foto y publicarla. Demostrar que has estado, como si lo que vivimos se redujese a lo que capturamos por la cámara y no con los sentidos. Y es que parece ser que, efectivamente, somos lo que fotografiamos y no lo que al disfrutar sentimos. Sé que el tema de la tecnología está siempre presente. Que es muy cansado escuchar todo tipo de discurso contra los móviles (discurso que, probablemente, suela salir del ingenioso ChatGPT). Por eso precisamente quiero que mi discurso, aunque incompleto y quizá algo equivocado, por lo menos sea mío.
Ni quiero convencerte de dejar de hacer fotos ni de publicarlas; yo soy la primera que sucumbe a las garras del postureo, abrazándolo hasta reducir mi vida a una manipulada visión parcial. Quiero hacer reflexionar, cuestionar y replantear. Quiero ver dónde queda el sentido del disfrute artístico por lo que es, por lo que evoca, por lo que representa; y no por lo que yo pueda fardar de haberlo visto. Quiero descubrir cómo es posible que un museo parezca una simplificada muestra de un espectáculo, de una feria llena de falsedad. De una pantomima disfrazada de intelectualidad superficial.
Podríamos entonces plantearnos la toma de medidas por parte del museo. Es una entidad independiente, que ofrece un servicio público; eso es cierto. Pero cuando no es posible ni siquiera vivirlo con normalidad (ya no hablo de poder tomarte el lujo de disfrutarlo), entonces el "no es perjudicial sacarle fotos, la pintura no se deteriora, no hace daño a nadie" debería ser transformado en "a nuestra capacidad crítica, sensorial y vital de enriquecimiento sí le afecta". Porque claro, se encuentra protegida por múltiples sistemas de seguridad, ambientado a temperatura estable para su preservación óptima. Y yo me pregunto si sería posible estabilizar el flujo de gente; porque para poder ver un mínimo detalle del lienzo de 77x53 cm hay que coger sitio. Como en un concierto.
De hecho, es que si indagamos un mínimo en el trasfondo de la obra podemos encontrar numerosas incógnitas. Deja al espectador algo por adivinar con sólo mirarla. Parece tener una expresión cambiante. Y es que Leonardo Da Vinci nunca se separó de ella, lo que refleja un perfeccionismo extremo que está casi a la misma altura de la extrema rapidez con la que la contemplamos a día de hoy. Su sobreexposición se ha vuelto su propio enemigo, pues el sentido principal de su creación se ha difuminado.
Desde mi punto de vista, bueno, según lo que pude llegar a apreciar sorteando la ola de deslumbrantes pantallas desde la última fila, la cómplice sonrisilla de la Mona Lisa se convierte de repente en un sutil gesto de asco. Como muchos historiadores del arte analizarían, se podría tratar del logrado efecto al que denominan "sfumato". Para mí que poco a poco se va transformando al ver en lo que nos estamos convirtiendo. Al final se le quedará la cara cuadrada, como cuando veías mucho rato la tele (allá por los tiempos en que la vida ignoraba la posibilidad de un scroll infinito). Así pues, la cuestión prevalece: ¿sería Da Vinci un instagramer de éxito o su talento se perdería en la inmensidad de lo que supone ser un artista mediocre vagando por las redes del siglo XXI?
