Se recoge lo que se siembra
Desde hace ya varios meses, los agricultores europeos se revuelven en las calles contra las políticas agrarias suicidas que lastran su capacidad productiva.
Ignacio Jerónimo Peñarrocha /GETAFE
En un ejercicio de arrogancia típico de Bruselas, las élites europeas, pero también los gobiernos nacionales, no quisieron ver la auténtica rebelión agraria que se estaba gestando. Ni la irrupción del Movimiento Campesino-Ciudadano en Holanda ni las impresionantes protestas en Alemania, Francia y España parecen haber impactado lo suficiente en la Comisión ni en el Parlamento Europeo, que acaba de aprobar una Ley de Restauración de la Naturaleza que supone un nuevo mazazo a un sector primario suficientemente ahogado por el tsunami regulatorio que le llega desde Bruselas.
La política agraria europea es una mezcla letal de sobrerregulación buenista y librecambismo injusto. Por un lado, impone a los trabajadores del campo un sinfín de normas con el objetivo, loable a priori, de proteger el medio ambiente, velar por la salud del consumidor y mejorar el bienestar animal. Pero, al mismo tiempo, permite la entrada en el mercado de cantidad de productos extranjeros que no cumplen con esos mismos requisitos.
Imagínese ser un agricultor o un ganadero que se levanta todos los días a primera hora para trabajar sus campos o alimentar a sus animales. Los precios que le pagan -sin caer en la demagogia antisupermercados- apenas cubren sus costes de producción. Debe rellenar una avalancha de formularios, pagar sus impuestos y estar pendiente de cada nueva ocurrencia de los ecopijos que pueda condicionar el futuro de sus explotaciones. Y todo eso mientras compite como puede contra productores extranjeros cuyas manos no están atadas a la espalda por un ecologismo exagerado que a ellos no les impide producir.

El comercio es algo bueno. Significa paz, competencia y especialización. Permite al consumidor un mayor grado de elección y a muchos productores vender sus productos en el extranjero. Pero si la autarquía sería un infierno, el librecambismo incondicional es una irresponsabilidad y una injusticia. Una irresponsabilidad porque conduce a nuestros campos al abandono, nuestras provincias a la despoblación y nuestras balanzas comerciales al déficit, y una injusticia porque condena a miles de agricultores y ganaderos a la ruina. Además de organizar nuestro suicidio industrial y energético, también parecemos empeñados en regalar a nuestros competidores extranjeros todo nuestro mercado alimentario. Es necesaria una cierta regulación que garantice la calidad de los productos y respeto por el medio ambiente, sí. Pero si imponemos a nuestros productores una obligación, es de puro sentido común garantizar que los que importen sus productos también la hayan cumplido, o compensar vía aranceles ese esfuerzo suplementario que les hemos exigido a los nuestros.
No estamos condenados a seguir por el mismo camino que nos ha llevado al déclassement económico, industrial y agrario. Europa puede y debe dar marcha atrás y abandonar el buenismo ambiental que le lleva a no extraer gas en su suelo para comprarlo fuera, o a permitir a los importadores pesticidas y piensos que están vetados a sus productores. Ahora que la Historia ha vuelto y el mundo se revela como un lugar cada vez más incierto y peligroso, debemos redescubrir la importancia de nuestra soberanía. Si sembramos independencia, recogeremos libertad. Si cosechamos trabajo, tendremos riqueza. Y si buscamos justicia, obtendremos cohesión. Es el momento de revertir la excesiva dependencia a la que nos hemos condenado a nosotros mismos. La agricultura sería un buen comienzo y las próximas elecciones europeas, una gran oportunidad.
