Oscar Wilde: El pecado de amar y sus consecuencias

12.11.2025

Amó como solo un artista puede amar y fue por ello castigado como solo una sociedad puede castigar, él no murió por enfermedad o asesinato, él murió por un pecado, el pecado de amar

Manuel Santiago Hernández 

Nacido en Irlanda en el año 1854, Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde, nombre tan largo y elegante como su ingenio, fue uno de los escritores más brillantes de la historia. En su legado cuenta con joyas atemporales de la literatura como El Retrato de Dorian Gray, La importancia de llamarse Ernesto, El Príncipe Feliz, entre otros relatos que inmortalizaron su nombre.

Sin embargo, detrás de una vida de ovaciones y éxitos, se escondía un trágico final. Wilde, el hombre que deslumbró al mundo con su verbo, contaría sus últimos días solo, enfermo y en la ruina. Lo que le sentenció no fue falta de talento ni el olvido público, su destino fue fruto de un flagrante error que cometió, el cual le costaría el último de sus alientos: amar.

Wilde, con cuarenta años, casado con la intelectual Constance Lloyd, con dos hijos y viviendo una vida de éxitos, aplausos y riqueza, sentía un enorme vacío, uno tan hondo y frío que ni todas las ovaciones del mundo podían llenar. Su rol de marido ejemplar y la presión de la rígida sociedad victoriana no casaban con su ser, y lo supo, especialmente, cuando apareció él en su vida.

Lord Alfred Douglas era un hermoso, amén de caprichoso, joven de apenas 20 años. Wilde y Alfred, a sabiendas de la ilegalidad de la homosexualidad en Gran Bretaña en su entonces, comienzan una relación tan peligrosa como genuina, y todo llevado en un evidente secreto. Pero los secretos, como las sombras, siempre salen a la luz, y dicha relación llegaría a los oídos del violento, homofóbico, pero también muy poderoso, marqués de Queensberry: John Sholto Douglas, el padre de Alfred, un hombre obsesionado con acabar con Oscar Wilde.

John, encolerizado por la situación, acudió a un club que Wilde frecuentaba y dejó una breve pero sentenciadora nota que rezaba: "A Oscar Wilde, que aparenta ser un sodomita". Cuando el escritor conoció esta información, lleno de orgullo, rabia e inconsciencia, trató de denunciar a John por difamación en un juicio que no solo desenterraría sus secretos, sino que lo arrastraría al infierno público más cruel de la era victoriana: la humillación, la cárcel y la ruina.

En 1895, los caros abogados de John Sholto fueron armados con innumerables cartas, testigos y testimonios irrefutables en pos de acabar con la reputación del escritor. El veredicto fue tan cruel como predecible. La Inglaterra victoriana necesitaba un ejemplo, y Wilde, ese hombre que osó desafiar las normas con su verbo y su amor, pagó el precio más alto: dos años de trabajos forzados en una celda que no solo le quebró el cuerpo, sino también el alma.

Cuando terminó su castigo y salió de la cárcel, el mundo que lo había aclamado ya no existía. Su mujer había huido a Suiza con sus hijos y cambió su apellido, su musa, Alfred Douglas, había desaparecido de su vida, el mundo le dio la espalda y hasta sus más fieles lectores le abandonaron. Londres, que un día lo había celebrado como a un rey, ahora lo miraba con asco.

Wilde, quien ya no podía vivir de aquello en lo que sin duda era el mejor, viajó a Francia y, como si intentara huir de sí mismo, adoptó un seudónimo lúgubre: Sebastian Melmoth, nombre tomado de un personaje que, al igual que él, vagaba maldito por el mundo. Mendigando por las calles y siendo ya apenas poco más que una sombra de lo que una vez fue, Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde, nombre tan largo y elegante como su ingenio, murió en un barato hotel de París en el año 1900, a los cuarenta y seis años.

Oscar Wilde murió, mas su recuerdo queda impune y sus obras siguen emocionando al mundo como una vez lo hicieron. El irlandés murió pensando que su legado fallecería junto a él, sin nunca saber que, mientras en su sociedad fue un gran villano, en la actual es visto como lo que siempre fue, un héroe.