La libertad según el poder: Occidente y China
Laura Vázquez Maceiras
Entre el caos y el control. El dilema global entre libertad individual y estabilidad colectiva

Calle en Pekín. Fuente: EPA
En Occidente, la libertad se entiende como la capacidad del individuo para decidir sin coerción, un principio que desde Locke, Rousseau o Montesquieu ha sido el núcleo del pensamiento político liberal. Limitar el poder, garantizar derechos y evitar la tiranía fueron los pilares que dieron origen a las democracias modernas. En cambio, China ha desarrollado una visión completamente distinta: la libertad no se concibe frente al poder, sino a través de él.
Mientras que las sociedades occidentales desconfían del Estado y defienden la autonomía personal como símbolo de emancipación, en China el orden y la estabilidad son los cimientos de la vida social. Allí, el poder no se teme, sino que se asume como condición necesaria para el bienestar colectivo. Esta diferencia no es casual: la historia china está marcada por siglos de guerras civiles, invasiones y fragmentación, que generaron un profundo miedo al caos. En ese contexto, la libertad se asoció al equilibrio, la obediencia y la armonía, más que a la independencia individual.
El pensamiento de Xi Jinping ha reforzado esta idea. Su llamado "sueño chino" promete prosperidad y cohesión a cambio de estabilidad política y obediencia social. El régimen no busca legitimidad a través de elecciones, sino mediante resultados tangibles: crecimiento económico, reducción de la pobreza, seguridad y desarrollo tecnológico. En la práctica, el mensaje es claro: ser libre significa vivir sin miedo al desorden, dentro de un sistema que funcione.
Pero ese orden tiene un precio. China es una dictadura, y el control político del Partido Comunista no deja espacio para la disidencia. La censura, la vigilancia digital y la represión de activistas y minorías forman parte de un sistema que prioriza la estabilidad por encima de la autonomía. La libertad, en este modelo, no es un derecho, sino un privilegio otorgado mientras no se cuestione al poder.
El contraste con Occidente es evidente. Las democracias liberales garantizan derechos individuales, pluralismo y participación ciudadana. Sin embargo, también enfrentan limitaciones: la desigualdad económica, la concentración de poder en grandes corporaciones y la falta de confianza en las instituciones cuestionan si la libertad formal realmente se traduce en libertad efectiva. ¿De qué sirve el derecho al voto si las decisiones políticas están condicionadas por intereses económicos o por la falta de oportunidades reales para la mayoría?
El modelo chino, por su parte, ofrece resultados visibles en términos de bienestar, pero a costa de sacrificar derechos fundamentales. Millones han salido de la pobreza y gozan de servicios eficientes, pero lo hacen bajo un sistema de control total, donde el disenso se castiga y la privacidad se disuelve en nombre de la seguridad colectiva. La "tranquilidad" que promete el régimen es, en realidad, una paz vigilada.
El dilema entre libertad y estabilidad divide hoy al mundo. En Occidente, la crisis de las democracias liberales genera frustración y desconfianza; en China, el autoritarismo se justifica por su eficacia. En el fondo, ambas visiones responden a la misma pregunta: ¿qué valor tiene la libertad si no garantiza bienestar, y qué valor tiene el bienestar si anula la libertad?
¿Es posible que gran parte del pueblo chino acepte un régimen autoritario porque, pese a su dureza, ofrece prosperidad, seguridad y orden? ¿O es el miedo a la represión lo que mantiene el silencio y la aparente armonía? ¿Puede una sociedad que vive bajo censura y vigilancia considerarse libre, aunque no sufra hambre ni guerra?
La respuesta a estas preguntas define el sentido político del siglo XXI. En un mundo dividido entre democracias agotadas y dictaduras eficaces, la libertad vuelve a ser el eje de una disputa global. La diferencia es que ahora, más que nunca, el poder decide lo que significa ser libre.
