Invitado a una decapitación, perder la esperanza entre locos sin pudor

28.05.2024

Gonzalo Mozas Martín / GETAFE


Vladimir Nabokov
Vladimir Nabokov

He de reconocerlo, nunca he leído Lolita. Tampoco he tenido la oportunidad de disfrutar de ninguna de sus adaptaciones cinematográficas, ni si quiera de la del maestro Kubrick. Esta historia que siempre me pintan como de "pedofilia elegante" es parte indiscutible del imaginario popular que comparten los aficionados a la lectura, la hayan o no leído.

Entiendo que la imagen que invade la mente de aquellos que escuchan el nombre del autor de la novela, Vladimir Nabokov, es la de la joven niña objeto de los deseos inconfesables de un profesor cuarentón. Sin embargo, el apellido del escritor ruso despierta en mí otros recuerdos fruto de mis viajes lectores y mi biblioteca personal. Así, la obra que no podré sacarme de la cabeza ni si quiera una vez haya devorado Lolita (con sus respectivas adaptaciones cinematográficas y todo) es la historia del condenado a muerte Cincinnatus, recogida en la confusa Invitado a una decapitación.

La novela parece una broma de un alcance tan grande que pierde la gracia, se convierte en injusta e indecorosa. Cincinnatus es un joven condenado a muerte que espera encerrado al día de su ejecución. El pobre reo no tiene ni idea de cuándo se llevará a cabo la última de sus desgracias, con la que le sorprenderán los carceleros el mismo día, sin previo aviso. Por ello no se atreve a organizar sus últimos días, escribir sus memorias o cerrar aquellas heridas que uno quiere ver cicatrizadas antes de desaparecer para siempre. Teme que se agote el tiempo y no hay nada peor que quedarse a la mitad.

El carcelero y el jefe de la prisión parecen personajes sacados de un relato kafkiano escrito con la intención de sacar al protagonista de sus casillas. Pero este ejercicio de provocación constante no se limita a los enemigos naturales de aquel que se encuentra entre rejas, sino que se extiende hasta su abogado y su familia, incluyendo a su esposa. Todos los personajes de la novela parecen haberse puesto de acuerdo para darle por culo. La posibilidad de cualquier escapatoria sea por medio de recursos legales o a través de un túnel clandestino hecho a base de cucharilla de té y mucha fuerza de voluntad se desvanece capítulo tras capítulo.

En ninguna de las frases que componen el relato se deja ver cuál es el delito de Cincinnatus, qué es aquello que le hace merecedor nada más y nada menos que de la muerte, lo que supone la más pesada de las cargas que soporta esta historia de delirio. La novela funciona como la conjura contra un hombre que de lo único que parece ser culpable es del hecho de resultar el más inocente de todos.

Con el pasar de los capítulos, uno empieza a pensar en la idea de que el protagonista no tiene ningún interés en huir de la prisión. Pareciera que, anulada su condición de persona, se hubiera rendido para prestar atención a los gestos irritantes de sus carceleros. Y no me refiero únicamente al jefe de la prisión o el funcionario que le limpia la celda, sino que también incluyo aquí a todos aquellos que, en situación semejante, nuestro sentido común coloca del lado del acusado. Así, Cincinnatus no sólo se enfrente a una muerte inminente sin escapatoria, sino (y sobretodo) a una sociedad de carceleros que han colocado a la única persona lúcida detrás de los barrotes.