Flamenco en las Antípodas

27.10.2023

Podría haber ocurrido otro día, en otro sitio. Podría haber sido otro tipo de espectáculo. Pero ni siquiera tantos símbolos perfectamente orquestados pudieron opacar el telón cultural de fondo

Miguel Franco Alvarado


Cruzábamos un día más como tantas otras veces por el Victoria Bridge, uno de los puentes más característicos sobre el río de Brisbane, en la costa este de Australia. Junto con la popular noria a sus orillas, protagonizan la estampa nocturna de la ciudad, iluminados con diferentes tonos que se mezclan con los reflejos de los rascacielos en el agua oscura. Casi por accidente, nos fijamos en sus colores: rojo y amarillo, en el mismo orden que la bandera. Podría haber sido una simple coincidencia, colores elegidos al azar en un día cualquiera. Pero era 12 de octubre. Al llegar a la cena a la que nos dirigíamos con otros tantos españoles de intercambio, supimos que había sido obra del consulado iluminar una de las insignias de la ciudad con los colores rojigualdos. Por esa misma razón, echando de menos la tortilla de patatas más que otra cosa, usamos la fecha como excusa para juntarnos y celebrar una cultura compartida.

A mitad de la cena llegó otro grupo. Más españoles que están viviendo aquí, supuse. Efectivamente estaban trabajando en la ciudad, pero no por mucho tiempo. Venían de Japón y Singapur, la semana siguiente continuarían en Melbourne, y días más tarde, volarían hacia Abu Dabi. Eran un grupo joven, de veintitantos años, por lo que su historia llamaba poderosamente la atención. Charlando con ellos, nos contaron que estaban de gira internacional, y que exportaban el flamenco por distintas ciudades del mundo. Eran artistas, y de los mejores. Al día siguiente, tuvieron la gran amabilidad de invitarnos a uno de los pases en el teatro en el que actuaban. Aquel grupo que habíamos conocido en un ambiento distendido, entre risas y cachondeo, realizaba ahora una representación artística solemne y pura, de auténtico flamenco. Quizá de ahí su acertado nombre para esta gira global, "Authentic Flamenco". Ver las gotas de sudor que recorrían las frentes del bailaor y la bailaora, que salían despedidas en cada movimiento, su intenso y ágil taconeo, los quejíos de los cantaores, y los rápidos punteos de las dos guitarras, fue casi extático, si acaso no llegó a serlo. Arte, de la más alta cultura, si es que la distinción fue alguna vez acertada. Por un momento, uno se olvidaba de que estaba en las antípodas de su país de origen, donde solo se escucha un inglés con un acento peculiar, y sentía ganas de levantarse y gritar esa interjección que se suele gritar, y no por casualidad. Desde lo más castizo.

Lo que siguió fue una gran ovación, todo el público en pie para celebrar algo que, aunque la gran mayoría desconocía, era inequívocamente bello. Te hacía sentir, te erizaba la piel. Habíamos tenido que viajar a la otra punta del mundo para verlo. Y tenía que haber sido tras un 12 de octubre, el día elegido como Día Nacional de España. A priori, una amplia conjunción de coincidencias, pues uno puede pensar que todos estos símbolos están relacionados. El flamenco erigido como Marca España, con el puente vestido de los colores oficiales, la gastronomía de fondo, y todo ello casi calculadamente situado en el día de Fiesta Nacional. Puro topicazo español, igual que la famosa interjección. Con todo, sí que puede guardar un valor esencial, elementos que dicen algo sobre cómo entendemos la identidad cultural y el simbolismo nacional. Un tipo de música tan arraigado como el flamenco, tan asociado al sur, a cierto tradicionalismo, puede ser admirado y sentido como algo cercano, próximo al imaginario propio. Y es que el buen flamenco, como en este caso, suele triunfar, y bastante, ya sea en una fiesta regional o en Tokio. No hay que sentirse español para apreciarlo, por mucho que identitariamente se relacione con la cultura española. Pero tampoco es erróneo lo contrario. No hay que admirar el flamenco, sentirlo como propio, para identificarse como parte de la cultura común del territorio. El flamenco, al igual que la gastronomía, como elementos culturales y artísticos pertenecen al espacio común, al imaginario compartido, y por ello, cada uno hace su personal interpretación o es subjetivado de modos diferentes. Aquella cultura que celebra la vida y progresa. Sin embargo, el flamenco como símbolo solo es entendido por algunos. O de otra forma, solo pertenece a algunos, por apropiación forzosa. Cuando la noción popular de un aspecto cultural es limitada, redefinida y expropiada, deja de pertenecer al pueblo en sentido amplio y uno comienza a sentirse ajeno. Cuando tal noción deviene símbolo es esclerotizada, deja de ser permeable. Cesa su progreso, no es nunca más moldeable. Eso que pensaba y miraba de cierta manera carece ahora de sentido en una suerte de alienación cultural.

Los símbolos pueden ser usados como armas arrojadizas, son excluyentes y pertenecen a los que los definen desde posiciones privilegiadas. A los que gritan más o hacen más ruido. La cultura, el arte, son incluyentes, es el diálogo y el entendimiento. El 12 de octubre puede ser otro símbolo, un día que contiene significado solo para algunos, puramente institucional. Define en sí y desde sí mismo cómo debe ser el sentirse de España. No da lugar a interpretación, a subjetivación. Quizá su origen o razón sea esencialmente erróneo. Seguramente por ello, a más de 17.000 kilómetros de casa, lo que me hizo acordarme de España y sentir nostalgia no fueron los colores de la bandera en el puente o que fuera 12-10, sino que fue la reunión con madrileños, murcianos, catalanes, navarros, andaluces; la gastronomía. Y por supuesto, el gran espectáculo flamenco. O al menos, esa fue mi percepción.