Fast fashion cultural: cuando la prisa manda y la rentabilidad decide

09.12.2025

Laura Vázquez Maceiras | OPINIÓN

Con la llegada de la Navidad, El País publicó la pasada semana una entrevista a Thomas Brodie-Sangster, aquel niño que conquistó al público en Love Actually y que hoy observa su trayectoria, y la evolución del cine, con una mezcla de orgullo y melancolía. Entre sus reflexiones, una destacó por encima de las demás: el declive de las comedias románticas , un género que a principios de los 2000 dominaba la taquilla y marcaba una época.

Hoy es habitual escuchar: "ya no hacen películas así", y es comprensible. Echamos de menos la sonrisa que iluminaba la gran pantalla de Julia Roberts en Pretty Woman o Notting Hill, a Tom Hanks como el eterno "buen chico" en You've Got Mail o Big, y a esas chicas que cumplían el sueño de todas trabajando en las oficinas de Nueva York de la revista de moda más influyente, como en The Devil Wears Prada, How to Lose a Guy in 10 Days o 13 Going on 30. Brodie-Sangster lamenta que las productoras ya no confíen en la rentabilidad del género. En tiempos en los que ir al cine cuesta más de quince euros, muchas romcoms ni siquiera se plantean para la gran pantalla y nacen directamente destinadas a plataformas de streaming.

A ello se suma otra dinámica que el actor señaló sin rodeos, la industria prefiere sacar dos películas de Marvel al año, pese a la bajada evidente de calidad, antes que apostar por proyectos más pequeños pero cuidados. No porque el público no los quiera, sino porque la velocidad y la rentabilidad inmediata parecen haberse convertido en los únicos criterios de decisión.

Vivimos inmersos en una aceleración constante. Los vídeos de quince segundos, las notificaciones, las escaleras mecánicas bajadas corriendo para no esperar tres minutos al siguiente metro... Bajo esta reflexión, me tomo la licencia de acuñar un término que creo que define bien este escenario: fast fashion cultural.

Cuando hablamos de Fast Fashion se nos va la cabeza a pedidos de Shein con treinta tops a un euro, a fábricas deslocalizadas en el sudeste asiático y a modas tan breves que solo las modernas de Malasaña logran seguir. Sin embargo, el fast fashion ha llegado a invadir el arte y la cultura, mostrando síntomas parecidos como la producción masiva, la baja calidad y la obsolescencia casi instantánea.

En literatura, basta entrar en la sección juvenil para encontrar estanterías repletas de novelas nacidas en Wattpad, cargadas de clichés e incluso faltas de ortografía. Las editoriales priorizan autores virales por encima de voces con verdadero peso artístico, mientras en BookTok cada semana un título distinto se eleva y se hunde en cuestión de días. Incluso influencers sin trayectoria literaria publican biografías apresuradas o novelas escritas con ayuda de ChatGPT. La rentabilidad gana, otra vez, a la búsqueda de historias que de verdad nos puedan conmover.

En el cine, el llamado séptimo arte, vive un proceso similar. Más allá del caso Marvel, plataformas como Netflix enfrentan críticas cada vez más duras por la bajísima calidad de muchas de sus producciones recientes. Tras éxitos iniciales como Stranger Things o The Crown, su catálogo se ha llenado de comedias adolescentes sin gracia protagonizadas una y otra vez por Noah Centineo y series tan torpes que se viralizan en TikTok por pura vergüenza ajena, como Ginny & Georgia.

La música tampoco escapa de esta lógica. En un mercado dominado por TikTok, lo importante ya no es la lírica o el ritmo, sino crear una canción con esos 15 segundos con potencial de convertirse en un trend en Tik Tok. Lo que solía ser el proyecto más importante de un artista, el lanzamiento de un álbum, ahora los reggaetoneros lo cumplen unas dos veces al año, para no desaparecer del radar. Y si eres Myke Towers y llenas las canciones de decenas de referencias a la cultura pop, mejor.

Quizá por eso cada vez parece más difícil crear obras que se conviertan en clásicos contemporáneos. En un mundo que corre sin mirar atrás, las historias hechas con tiempo y alma tienen pocas oportunidades de nacer. Y aun así, muchos seguimos añorando aquellas romcoms de los 2000, imperfectas pero inolvidables, que nos envolvían sin prisa y se quedaban con nosotros mucho después de los créditos. Ojalá, en medio de este frenesí, volvamos a hacerle un hueco a las historias que merecen durar, igual que esas películas que aún hoy buscamos cuando necesitamos volver a sentirnos en casa.